Por primera vez en siglos —quizá desde tiempos inmemoriales— en un pequeño pueblo del Pirineo leridano de poco mas de 5000 habitantes y con aparente religiosidad tradicional, los pasos de Semana Santa no salieron a recorrer las calles en la procesión del Viernes Santo. No hubo tambores, no hubo velas encendidas por los caminos empedrados, no hubo incienso, no resonaron cánticos ni hubo costaleros. Las imágenes religiosas, en cambio, permanecieron expuestas en las capillas laterales de la iglesia parroquial, disponibles para una veneración íntima, discreta y, manifiestamente, escasa.
El hecho, aunque local, resuena más allá de los límites de este enclave montañoso. El coordinador de la procesión suspendida, lo explicó al finalizar la exposición con franqueza: “No había voluntarios para cargar las imágenes”. Pero detrás de esta simple frase se perciben otras razones, más profundas, más difíciles de cuantificar, pero quizá más reveladoras: una voluntad menguante de que los pasos salgan a la calle, una mezcla de desinterés, desapego y una forma de pudor moderno ante lo religioso, al menos en su manifestación pública. En definitiva, un giro cultural, una transformación del paisaje cultural del interior de España
La religiosidad que se desvanece
Las procesiones son, ante todo, actos colectivos. Implican tiempo, esfuerzo, organización y devoción. Pero también implican algo que hoy parece escasear: comunidad. La imposibilidad de encontrar suficientes brazos voluntarios para portar las imágenes indica que ese tejido humano que sostenía estas tradiciones ya no tiene la consistencia de antes.
Se ha dicho muchas veces que España no ha perdido la fe, sino la práctica. Pero este caso apunta a algo más: quizás se esté perdiendo también la expresión pública de la fe, su dimensión comunitaria, simbólica, encarnada. La religiosidad no ha desaparecido, pero se ha replegado hacia lo privado, hacia lo interior. Las imágenes siguen allí, pero inmóviles, mudas, sin procesión.
Una generación que ya no se identifica
La dificultad para reunir voluntarios no es solo numérica: es simbólica. ¿Qué significa para un joven de hoy cargar un paso? ¿Qué valor cultural o espiritual tiene eso en su imaginario? Si las nuevas generaciones no encuentran sentido en estos rituales, no es solo por falta de fe, sino por una desconexión con el relato que los sostenía.
Y aquí radica otro problema: las procesiones no solo eran religiosidad, eran también memoria colectiva, narración compartida, arte popular, teatro espiritual, identidad. Su desaparición no es solo una pérdida litúrgica; es la evaporación de un lenguaje cultural que ayudaba a articular la pertenencia.
Arnold van Gennep, el célebre antropólogo francés, escribió en Los ritos de paso (1909) que las ceremonias no solo marcan transiciones individuales, sino que configuran el sentido de pertenencia y continuidad de las comunidades. Cuando esos ritos desaparecen o se interrumpen, no solo se pierde un acto, se deshace un tejido simbólico. Este Viernes Santo sin pasos es una ruptura en la cadena ritual que conecta generaciones, un eslabón perdido en una larga tradición de fe, arte y pueblo.
La procesión —como muchas manifestaciones del catolicismo popular— ha sido históricamente un ritual de integración comunitaria, casi un teatro místico en el que se representa el dolor, la redención, la esperanza. Su paralización no es un simple problema logístico. Es un síntoma de algo más hondo: la erosión de los rituales colectivos que dotaban de sentido a la vida común.
Entre patrimonio y fe viva
Un interrogante recorre todo este episodio: ¿qué pasa cuando la religión se conserva, pero solo como patrimonio? Las imágenes están, sí. Se exhiben, se protegen, incluso se restauran. Pero ya no procesionan. Se sacralizan, pero como objetos estéticos o históricos, no como vehículos de una devoción viva.
El Concilio Vaticano II advirtió en Sacrosanctum Concilium sobre el peligro de una religiosidad de gestos vacíos, desconectados de la experiencia espiritual auténtica. Pero hoy enfrentamos un fenómeno opuesto: el riesgo de que ni siquiera queden los gestos. Solo vitrinas.
En palabras de Mircea Eliade, “la desacralización del mundo no destruye el impulso religioso, pero lo traslada a otra parte”. Quizás ese “otra parte” esté aún por descubrir en nuestras sociedades. Pero mientras tanto, el vacío de la procesión cancelada resuena como un eco del tiempo que se nos va.
¿Tradición en crisis o en transición?
La decisión de mantener las imágenes expuestas en el interior del templo puede leerse como una forma de adaptación. No se cancela la Semana Santa, pero se repliega al espacio interior. Podría verse como una metáfora perfecta del tiempo que vivimos: la fe ya no marcha por la calle, sino que se conserva en vitrinas, más como patrimonio que como liturgia viva.
No obstante, hay una posibilidad de que esto no sea solo el principio del fin, sino una transición hacia otras formas. Tal vez en el futuro surjan expresiones distintas de la espiritualidad popular, con nuevos lenguajes y nuevos protagonistas. Pero hoy, lo que se percibe con nitidez es un punto de inflexión.
Entre lo laico y lo religioso
No podemos ignorar otro factor: el laicismo creciente en muchas localidades. Algunas voces dentro del pueblo habrían manifestado su incomodidad con que las imágenes transiten por espacios públicos. No se trata necesariamente de una batalla ideológica, sino de un cambio de sensibilidad. Donde antes había una comunidad homogénea y una religiosidad compartida, ahora hay pluralidad, distancia y, a veces, desinterés.
Y sin embargo, el silencio de esta Semana Santa no es vacío. Es un signo. Un mensaje que, si se quiere, puede interpretarse con la misma solemnidad con la que se interpreta una procesión. Porque lo que no se hace, también habla. La ausencia de pasos en la calle es también una procesión: la procesión de una tradición que busca su lugar en un mundo que cambia.
¿Un fenómeno solo cristiano?
No. La pérdida o transformación de las expresiones religiosas comunitarias es un fenómeno global, y no exclusivo del mundo católico. En el Japón contemporáneo, por ejemplo, el matsuri —las festividades sintoístas, muchas de las cuales implican procesiones de mikoshi (santuarios portátiles)— ha visto un declive de participación similar en zonas rurales, con problemas para encontrar portadores y coordinadores. En muchas sinagogas europeas, el minyan (quórum mínimo de diez varones adultos para rezar ciertas oraciones) no siempre se consigue, lo que pone en peligro la continuidad de algunos oficios tradicionales.
También en algunas comunidades musulmanas de Europa, las grandes celebraciones colectivas del Ramadán o del Aid han comenzado a fragmentarse, reducidas al ámbito privado o familiar. La secularización, la migración, el cambio de ritmos de vida y la pérdida de sentido compartido son factores que cruzan culturas y credos. Pero lo que si se constata fehacientemente es la regresión generalizada y agigantada de la religión cristina, la cultura judeocristiana, que pierde adeptos por millones dia a día sin visos de frenar la caída y configurando una Europa sin referentes.
Este caso acaecido en el pueblo leridano, puede ser un precedente. Si ocurre en un lugar donde la tradición parecía sólida, ¿qué puede pasar en lugares donde ya está debilitada? Es un posible síntoma de una tendencia generalizada en el ámbito rural o en el interior de España.
La pregunta para el futuro
¿Y ahora qué? ¿Es esta una señal de que la tradición ha muerto, o solo de que necesita reinventarse? ¿Debe preocuparnos o solo aceptarlo como parte de una evolución inevitable? Tal vez la clave esté en no mirar este episodio con nostalgia o derrota, sino con conciencia.
Una tradición solo está viva si se transmite, si se encarna, si se transforma sin romperse. Pero también si se comparte, si sigue diciendo algo a quienes la heredan. El Viernes Santo sin pasos en este pueblo del Pirineo no es un final. Es, como toda buena liturgia, una pausa. Un umbral. El silencio de una generación que tal vez aún no ha encontrado cómo expresar su propia fe, su propio ritual. La Semana Santa del próximo año lo decidirá.